Él la quería toda – ya – para él. Ella le rehuía la mirada. Él la perseguía estirando los brazos para aferrarla. Y ella se escabullía, en lucha interna.
Le da la espalda (pero no se va a ir).
– ¿Por qué?
Se da vuelta y al fin lo mira. – Son esos ojos de fuego, que me dan miedo, me atraen a sus llamas y a eso… el después.
Las intenciones, las promesas, el presente,
NO: el DESEO.
Y después.
Ella – ¡Dame un beso!
Él – Te doy tres.
– ¡Dame cuatro!
Y ahí estaba otra vez. Lo ineludible. Ella sabía que ni toda la razón del universo podía contrarrestar lo innato de esa naturaleza, la que había sido el verdadero enemigo. Porque más que los ojos de fuego y toda su inevitabilidad, ella temía encontrarse con eso, que era ella: Lo quería TODO – ya – para ella. También.
Pero cuatro y tres no eran lo mismo, la diferencia una prisión, que ella no iba a entender porque estaba mirándose a los ojos.