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20 de noviembre de 2012

Consuelo



-Me compré unos hilitos verdes, hermosos. Estaban de oferta en la sedería. Resaltaban entre todos los demás, creo que los ví desde lejos. Los ví y pensé: "esos son para mi nieto". Si, ya se, todavía no sabemos el sexo, pero ojalá sea varoncito, no? Por si las dudas elegí el color verde que es más unisex. Porque aunque salga nena también se merece ropita tejida de la abuela, no?
-Ay mamá, me parece que te estás apurando un poco.
-Apurando? Bastante tiempo esperé a que te consiguieras un novio, no? Por suerte encontraste uno tan bien ubicado, la verdad que estoy encantada. Verlo con el traje, siempre tan prolijo, siempre en círculos tan remarcados. Codeandose con los ministros, siempre rodeado de chicas hermosas... A propósito, cuidalo bien nena, ya sabés que esas zorras adoran romper familias.
-Mamá, no somos una familia.
-Cómo que no? Estás embarazada!
-Si, de un abogado exitoso que se pasa la vida comprando y vendiendo juicios para quedarse con el veinte por ciento de la dignidad de sus clientes!
-Ay hija, no digas eso. Los negocios son así, y a mi me parece muy honrado. El mundo está lleno de injusticias, y alguien tiene que equilibrar la balanza. Eso no va a cambiar nunca, por más que te enojes.
-...
-...
-Ma, te traje a la playa para contarte algo... Siempre me pareció que frente al mar cualquier cosa pierde importancia. Es tan grande, tan profundo... No estoy conforme con todo esto, no creo que esto sea mi noción de "éxito".
-Nena, te digo en serio. Es un lujo tener un marido como ese.
-No estamos casados, mamá!
-Bueno, pero con todo esto ya lo tienen que ir pensando, no? No te propuso casamiento?
-Si.
-Y ya pensaste que nombres le vas a poner al nene?
-En realidad no se como decirtelo.
-Hija, no es para tanto. Yo se que los nombres son importantes, pero tenemos tiempo para charlarlo, para repetirlo varias veces a ver como suena, para pensar si queda bien con los apellidos, para
-Voy a abortar.

4 de noviembre de 2012

...



         [..no creas que es fácil flotar en el mar de la pena]
P.O.R.                                

Casi parece una foto; la de una nena de unos cinco, diez, quince años. Da lo mismo, porque la misma imagen se repite durante mucho tiempo. La nena en medio de un salón vacío apenas iluminado, con su pelo cortito, tanto que casi parece un varón, y su vestido de marinerita. Pero no es una foto, porque jamás podría hablar del nudo, de la cinta y del moño verde, que le cerraban la garganta; ¿o sí? Tampoco era un simple nudo, podía vivir con él, respirar con él, incluso a veces hablar con él, aunque no mucho. Solía sucederle que de repente la cinta, enroscada en alguna vena o algo, tiraba para abajo, y casi le metía la lengua para adentro, la enrollaba, y la dejaba así hasta que lograba soltarse, o estirarse, o acomodarse horas más tarde.
Se acostumbró como todos. Se la puede ver ahora, en la misma habitación, en el mismo centro, envuelta en telas, en cintas, en sogas, con nudos, costuras y moños. Pero no, todavía no; antes hay que verla en el borde, frente a esas dos personas: ambas atadas de pies y manos, sobre una tabla, sobre el agua. Necesariamente van a caer, tarde o temprano, haga lo que haga, pero la niña sabe que la mujer no está lista. El sí, como siempre. No decide, no puede hablar, no puede gritar ni razonar; la cinta verde se retuerce en su interior, entonces rápidamente agarra a la mujer de sus manos y la salva; él cae, pero la niña sabe que va a flotar, que puede nadar, que no hay nada que haga mejor. Lleva a la mujer, que es tres veces más grande que ella, como puede; la arrastra con una soga que le ata a las manos ya atadas.
La joven y su vestido de marinerita, con la cinta en su garganta, o de nuevo la nena inquieta, que se mueve de un lado para otro sin dejar el perímetro de baldosas marcado por ella misma. Que mueve los pies en ese radio, mueve los brazos, que tiembla. Se mira los pies, y piensa en las zapatillas, en que quedan chicas, aprietan, y más con esos pares de medias gruesos, que le ponen siempre que no hay otros. Mira los pies y siente el dedo chiquito curvarse, y ponerse morado por la presión, mira las zapatillas y trata de desatar los cordones con la mente; pero no, no hay que desatarse los cordones, sino los vuelven a atar, gritando, y cada vez más fuerte, para que no se vuelvan a desatar jamás. Mira los cordones que atan sus pies, y ve cómo comienzan a subir, mira como atan sus piernas, modelan su cintura. De a poco, a medida que crece,  la niña se va llenando de cintas, de sogas, de telas y cordones que atan, marcan su cuerpo y separan las partes al mismo tiempo que las unen. Las costuras, los nudos y la presión van manteniendo las partes unidas como en un todo, un conjunto de cosas que cada vez parecen más sueltas, más ajenas, que cada vez aprietan más.
La joven en el centro de la habitación y esta vez, una persona que se le acerca; la mira con ojos extrañados, ojos de admiración, de lástima, de morbosa fascinación. Esos que le dan vueltas y vueltas y la marean, tanto que las rodillas y las manos le tiemblan.  Entonces  saca unos trozos de telas de los bolsillos y despacio, como en una especie de ritual, se los ata, uno en cada tobillo, uno en cada muñeca, hasta entonces desnudos. Los anuda fuertemente y les hace moños para que queden más lindos. Se siente satisfecho: sus manos y pies ya no van a temblar; entonces le besa los pliegues, las costuras, los nudos, los moños, y luego se va.
La niña arrastra a la mujer con la soga, hasta dejarla en un lugar elevado, seguro, en el que no llegue el agua.  La desata, le quita las sogas de las manos y los pies, le saca la ropa sucia y rota, y la deja allí a salvo, mientras ella corre.
Sí, es una especie de muñeca de trapos para esta altura; pero en eso se pierde lo de adentro. La cinta que ya no está en su garganta, ya no hay nada que decir, ahora se enrosca y enreda en su estómago, lo llena y lo retuerce. De allí va invadiendo el resto del cuerpo, llega a los nervios en sus extremidades; incluso, los hilos deshilachados vuelven a subir y se instalan en su cabeza, donde se atan a sus sueños, a su deseo, formando una madeja enredada de mil colores.
La niña, la nena, la joven, corre lo más rápido que puede hasta regresar al borde, y sin siquiera pensarlo se tira al agua. Aprende a nadar, mejor que el hombre, mejor que nadie, porque en el agua los hilos, las cintas, las sogas y las costuras, se ablandan y ganan movilidad; toman el ritmo del agua, de sus brazos, de sus pensamientos. Lástima que al salir a la tierra, también se endurezcan siempre un poquito más.