Es que
hay una cierta hora del día en que siento que no puedo seguir. No puedo
respirar, no puedo pensar, no puedo dormir, ni leer, ni mirar televisión, ni
nada…sólo siento un adoquín en el pecho que no me deja seguir – es como si se
aquietara el tiempo, como si se frenara hasta la luna -. Pero a la vez que me
frena, me obliga a moverme. Me aprieta el pecho pero me empuja los pies y
necesito desplazarme: ver que la gente no se detiene, que no descansa, que no
hay un solo instante en la ciudad en que todos hayan recaído en el sueño. Siempre
debe haber, al menos, una humilde alma en vigilia, que nos garantice que el
paso del tiempo es el que todos conocemos. Si todos, TODOS, dormimos ¿Cómo
sabemos que el tiempo no se acelera ni se lentifica?
Por eso, a cierta hora del día,
cuando empiezo a pensar que soy la última persona despierta, el pecho me
empieza a apretar y necesito salir a moverme. No importa cuánto, no importa por
dónde, sólo necesito caminar hasta encontrar otra persona en vigilia a la cual
legarle la misión de controlar el paso del tiempo. En ese momento, el adoquín
se deshace, el pecho se afloja, los pies se aquietan, dejan de empujar y
entonces…puedo dormir.