[..no creas que es fácil flotar en el mar de la pena]
P.O.R.

Se acostumbró como todos. Se la puede ver ahora, en la
misma habitación, en el mismo centro, envuelta en telas, en cintas, en sogas,
con nudos, costuras y moños. Pero no, todavía no; antes hay que verla en el
borde, frente a esas dos personas: ambas atadas de pies y manos, sobre una
tabla, sobre el agua. Necesariamente van a caer, tarde o temprano, haga lo que
haga, pero la niña sabe que la mujer no está lista. El sí, como siempre. No
decide, no puede hablar, no puede gritar ni razonar; la cinta verde se retuerce
en su interior, entonces rápidamente agarra a la mujer de sus manos y la salva;
él cae, pero la niña sabe que va a flotar, que puede nadar, que no hay nada que
haga mejor. Lleva a la mujer, que es tres veces más grande que ella, como
puede; la arrastra con una soga que le ata a las manos ya atadas.
La joven y su vestido de marinerita, con la cinta en su
garganta, o de nuevo la nena inquieta, que se mueve de un lado para otro sin
dejar el perímetro de baldosas marcado por ella misma. Que mueve los pies en
ese radio, mueve los brazos, que tiembla. Se mira los pies, y piensa en las
zapatillas, en que quedan chicas, aprietan, y más con esos pares de medias gruesos, que le ponen siempre que no hay otros. Mira los pies y siente el dedo
chiquito curvarse, y ponerse morado por la presión, mira las zapatillas y trata
de desatar los cordones con la mente; pero no, no hay que desatarse los
cordones, sino los vuelven a atar, gritando, y cada vez más fuerte, para que no
se vuelvan a desatar jamás. Mira los cordones que atan sus pies, y ve cómo
comienzan a subir, mira como atan sus piernas, modelan su cintura. De a poco, a
medida que crece, la niña se va llenando
de cintas, de sogas, de telas y cordones que atan, marcan su cuerpo y separan
las partes al mismo tiempo que las unen. Las costuras, los nudos y la presión
van manteniendo las partes unidas como en un todo, un conjunto de cosas que
cada vez parecen más sueltas, más ajenas, que cada vez aprietan más.
La joven en el centro de la habitación y esta vez, una
persona que se le acerca; la mira con ojos extrañados, ojos de admiración, de
lástima, de morbosa fascinación. Esos que le dan vueltas y vueltas y la marean,
tanto que las rodillas y las manos le tiemblan. Entonces
saca unos trozos de telas de los bolsillos y despacio, como en una
especie de ritual, se los ata, uno en cada tobillo, uno en cada muñeca, hasta
entonces desnudos. Los anuda fuertemente y les hace moños para que queden más
lindos. Se siente satisfecho: sus manos y pies ya no van a temblar; entonces le
besa los pliegues, las costuras, los nudos, los moños, y luego se va.
La niña arrastra a la mujer con la soga, hasta dejarla en
un lugar elevado, seguro, en el que no llegue el agua. La desata, le quita las sogas de las manos y
los pies, le saca la ropa sucia y rota, y la deja allí a salvo, mientras ella
corre.
Sí, es una especie de muñeca de trapos para esta altura;
pero en eso se pierde lo de adentro. La cinta que ya no está en su garganta, ya
no hay nada que decir, ahora se enrosca y enreda en su estómago, lo llena y lo
retuerce. De allí va invadiendo el resto del cuerpo, llega a los nervios en sus
extremidades; incluso, los hilos deshilachados vuelven a subir y se instalan en
su cabeza, donde se atan a sus sueños, a su deseo, formando una madeja enredada
de mil colores.
La niña, la nena, la joven, corre lo más rápido que puede
hasta regresar al borde, y sin siquiera pensarlo se tira al agua. Aprende a
nadar, mejor que el hombre, mejor que nadie, porque en el agua los hilos, las
cintas, las sogas y las costuras, se ablandan y ganan movilidad; toman el ritmo
del agua, de sus brazos, de sus pensamientos. Lástima que al salir a la tierra,
también se endurezcan siempre un poquito más.
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